Vivimos una época en la que los roles se difuminan. Muchos adultos parecen haber renunciado a ocupar el lugar simbólico del padre o de la madre. Prefieren ser “amigos” de sus hijos, compartir con ellos las mismas modas, los mismos códigos, el mismo lenguaje. Pero esa aparente cercanía suele esconder una gran dificultad: la del adulto que, por miedo a ser rechazado, deja de ejercer la función de orientar, de poner bordes, de transmitir algo del orden de la ley y de la diferencia.
La adolescencia sin fin
La sociedad contemporánea parece haberse instalado en una especie de adolescencia perpetua. La inmediatez, el consumo, el culto a la imagen y el deseo de gratificación constante no sólo marcan a los jóvenes, sino también a los padres.
Ser adulto —asumir que no todo va a llegar, que no se puede acceder a la totalidad, sostenerse desde la responsabilidad y la palabra— se ha vuelto casi un acto contracultural.
En este contexto, los hijos crecen sin la referencia de un otro que encarne una diferencia y una autoridad simbólica.
Ejercer la función
Ser padre o madre no es una cuestión biológica, sino una posición subjetiva. Implica poder sostener la frustración del hijo, acompañarlo sin complacerlo, decir “no” cuando es necesario y, sobre todo, no temer ocupar el lugar de la ley y de la función que instaura los límites.
Tal vez nuestra tarea hoy sea la de recuperar el valor de ese acto: el de ser adultos frente a los hijos, aunque el mundo nos insista y nos empuje a la ilusión de ser eternamente jóvenes….