Hay malestares que no nos llegan como pensamientos claros, sino como sensaciones difusas que se deslizan por el cuerpo o se filtran en nuestros vínculos. Es el cansancio sin motivo, la irritabilidad que sorprende, la angustia que aparece al despertar, o esa tensión persistente que no encuentra palabra. Cuando algo no puede decirse, busca otros caminos para manifestarse: se cuela en gestos automáticos, decisiones impulsivas, distancias inesperadas o síntomas físicos que parecieran no tener causa. Es un sufrimiento que se esconde en lo cotidiano, y justamente por eso, es difícil reconocerlo.
La terapia permite transformar ese malestar sin nombre en un relato propio. No porque el analista entregue una explicación, sino porque el espacio analítico habilita que lo no dicho encuentre un espacio, un texto, un sentido. En el trabajo artesanal de nombrar lo que antes era puro ruido interno, se abre la posibilidad de comprender cual es la historia emocional que sostiene ese síntoma y qué lugar ocupaba en nuestra vida. Y cuando algo puede ser dicho, deja de actuar en silencio: se vuelve pensable, y por lo tanto, hay posibilidad de cambio.
En ese tránsito de pasar del malestar mudo a la palabra propia, aparece la verdadera importancia de analizarse: el psicoanálisis no sólo alivia, sino que permite descubrir la lógica íntima de nuestro sufrimiento, aquello que lo sostiene y lo repite. Analizarse es un acto de responsabilidad con uno mismo, un gesto de valentía frente a lo que evitamos ver. De este modo es posible comenzar a habitar la historia con mayor claridad, a reconocer lo que duele y también lo que desea. Y cuando podemos pensarnos con más profundidad, la vida se ordena de otro modo: no porque desaparezcan los conflictos, sino porque dejamos de estar a su merced y comenzamos, por fin, a ser protagonistas de nuestra propia experiencia.