La polarización (la escisión) ocurre cuando el conflicto interno se vuelve insoportable.
Cuando no podemos sostener la ambivalencia —esa coexistencia de amor y odio, deseo y miedo, culpa y rabia—, el psiquismo busca alivio en la escisión: dividir el mundo entre buenos y malos, víctimas y culpables, puros y corruptos.
La polarización no es solo política: es una defensa frente a la complejidad.
El pensamiento dicotómico ofrece una ilusión de coherencia.
Nos protege de la angustia que genera reconocer que el otro —y nosotros mismos— somos contradictorios.
Así como el bebé necesita dividir al objeto en “bueno” y “malo” para enfrentar lo amenazante , el adulto polarizado repite esa operación inconsciente: necesita un enemigo que condense lo intolerable.
La masa, diría Freud, desindividualiza.
Permite descargar afectos sin culpa, proyectar en el otro lo que rechazamos en nosotros.
Por eso la indignación se propaga con tanta fuerza: da forma a una comunidad afectiva sostenida por la identificación con un ideal.
Pero detrás de esa energía hay también miedo: miedo al desamparo, a la pérdida de pertenencia, a la diferencia que amenaza la identidad.
La polarización es también un síntoma social.
Expresa la dificultad de tolerar la incertidumbre, la falta de garantías, el vacío simbólico de una época sin referentes sólidos.
Cuanto más débil es el lazo social, más fuerte se vuelve la necesidad de adhesión.
El odio se convierte en una forma de vínculo, y el enemigo en un organizador de sentido.
Superar la polarización no implica reconciliar posiciones opuestas, sino reintroducir el conflicto en el pensamiento.
Volver a soportar la ambivalencia, reconocer la complejidad, aceptar que el otro no encarna el mal sino la diferencia.
Solo allí puede aparecer el diálogo, no como acuerdo, sino como posibilidad de pensar sin expulsar lo que incomoda….