La “normativa de la felicidad” suele presentar la felicidad como un objetivo universal y alcanzable, transformándola casi en un imperativo moral. Surge así una exigencia superyoica que ordena: “¡sé feliz!”. Este mandato, lejos de liberar, tiende a generar culpa y malestar en quien no logra ajustarse a ese ideal.
Sabemos, sin embargo, que el malestar es estructural a la condición humana. Patologizar la tristeza, la angustia o la insatisfacción, en lugar de reconocerlas como expresiones inherentes al psiquismo y como vías de acceso al deseo y a la subjetividad, implica desconocer esta dimensión constitutiva.
La promesa de medir y aumentar la felicidad mediante ejercicios, frases que se repiten o intervenciones breves suele responder más a una lógica de adaptación social que a una interrogación subjetiva. Este enfoque ignora que el deseo es inconsciente, contradictorio y resistente a cualquier intento de domesticación a través de protocolos de autoayuda. El sujeto no se reduce a un “yo feliz”: está atravesado por la falta, la división y una dimensión conflictiva imposible de reducir a índices de satisfacción.
Este es un discurso que se articula con facilidad a las lógicas dominantes: cursos, aplicaciones, gurúes. En este marco, la felicidad se puede convertir en un producto destinado a un sujeto consumidor, dejando intacto el malestar estructural e incluso reforzando la frustración…